PROFETAS: CIRUGÍA DEL AMOR
- comunidad monástica
- 17 ago 2019
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LECTURAS DEL DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO (18 de agosto 2019)
Primera lectura
Lectura del libro de Jeremías (38,4-6.8-10):
En aquellos días, los dignatarios dijeron al rey: «Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia». Respondió el rey Sedecías: «Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada puedo hacer yo contra vosotros». Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua. Ebedmélec abandonó el palacio, fue al rey y le dijo: «Mi rey y señor, esos hombres han tratado injustamente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad». Entonces el rey ordenó a Ebedmélec el cusita: «Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera».
Palabra de Dios.
Salmo
Sal 39,2.3;4.18
R/. Señor, date prisa en socorrerme.
V/. Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. R/.
V/. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos. R/.
V/. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor. R/.
V/. Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí; tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío, no tardes. R/.
Segunda Lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (12,1-4):
Hermanos: Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea con el pecado. Palabra de Dios
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra». Palabra del Señor
COMENTARIO A LAS LECTURAS DEL DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO (18 DE AGOSTO DE 2019)
Jamás me atrevería a ponerme en el mismo nivel de Jeremías, soy consciente de lo que soy y de cómo mi vida es un presente herido, como lo ha sido mi pasado y quizá, lo sea mi futuro. Pero mirar a Jeremías despierta en mí cosas grandes, ansias de cielo y palabras llena de un amor puro, aunque duelan, aunque al proclamarlas sepa que hieren mi ego y hieren a los demás, aunque el fin de herir, en nuestro caso creyente nada tiene que ver con destrozar al hombre, arruinarle o despojarle de su realidad de hijos de Dios. Herir, en nosotros es la posibilidad de curar las heridas que dejó el pecado propio o de los demás en nosotros. Herir con las palabras en un cristiano no es la arrogancia de la perfección y por tanto del descrédito de los demás, sino abrazados a la verdad de Cristo nos acercamos al hombre y entran en una cirugía de amor, con el fin de curar desde dentro las profundas señales del desamor. Primero somos curados, tenemos la experiencia de haber sido curados por el amor, de ahí nuestra autoridad cristiana de amar curando, de hablar construyendo, aunque eso implique destruir falsas murallas que no sostiene sino nuestra pobre imagen y una apariencia netamente de espejismo.
Y todo este preámbulo para llevarte a la imagen fascinante del profeta Jeremías, siempre un signo de contradicción para el pueblo que él tanto amaba, ese pueblo de su corazón y que veía cómo degeneraba día a día en la desobediencia al Señor. Los dignatarios acusan ante el rey a Jeremías y le hacen ver que “sus discursos” molestan, hacen mella. Es decir, de lo que antes te hablaba: hieren a quienes lo escuchan. Hoy día hemos bajado el nivel de la palabra y esta poco representa ya o dice. Antes, la palabra era contundencia de acciones, fidelidades que se sostenía con solo decir “si” o “no”, la palabra tenía valor.
¿Qué somos hoy día los cristianos en el mundo? ¿Palabras de amor justo? ¿palabras que no dicen nada? O somos quizá, palabras que hieren porque nuestra palabra se fundamenta en la verdad de quien ella es, Cristo.
Jeremías nos ayuda a preguntarnos ante las asechanzas de quienes nos acusan, de quienes nos ponen en el tribunal por el simple hecho de creer en Jesús, de amar el evangelio, de proclamar la salud a los enfermos o ensalzar a los humildes. Para muchos seguimos siendo “la religión de los débiles”, que por otro lado nada más lejano a la verdad ya que nuestra fe no es religión y la fuerza se realiza en nuestra debilidad.
¿Molestamos a los que nos oyen o nos conocen como seguidores de Cristo? ¿Por qué? Algo debe haber en esa parte de la sociedad donde se han ensañado con nosotros, llegando a tener ya un odio abierto socialmente y a buscar la forma con la que hacernos caer. Ante esta situación ¿qué podemos hacer?, ¿qué harías sabiendo que muchos de los que te aman y saben de tu camino te dirán “sé prudente”, “no te metas en líos”, deja que cada uno piense y defienda sus ideas aunque sean malas” y un sinfín de excusas cubiertas de una falsa honorabilidad y en las que sólo se muestra el miedo a ser luz.
Es curioso como los contrarios a la vida, a la apertura a una nueva vida, los que están a favor de la eutanasia o con valores de un “renovado” socialismo no paran de manifestarse, de incentivar a marchas, manifestaciones para defender esas “ideas progres” que no son sino condenas de muerte para los más débiles, ¡eso sí es una religión impuesta para empobrecer y debilitar! Ellos gritan, pero a nosotros creyentes se nos quiere tapar la boca.
Es lo que hacen los que ante el rey Sedecías quieren condenar a Jeremías, taparle la boca en la excusa de que “las palabras de Jeremías no hacen bien al pueblo, sino que lo desgracian”. Me pregunto si puede una palabra vital hacer daño, si una palabra que está repleta de vida y conversión condenar, matar, arruinar al hombre que la acoge con humilde escucha. Y ante esto, está la otra parte, hoy día, las palabras que acogemos están envenenadas, muchas veces, con la falsa modestia de ser pronunciadas con humildad. Y vuelvo a la idea, mientras unos gritan no a la vida, esas palabras calan, convencen y hacen tropezar a muchos. Y los cristianos no podemos quedarnos con los brazos cruzados, pues nuestras palabras no hacen daño, no hieren para destruir como las de los que están frustrados en su historia y sólo buscan amargamente destrozar todo cuanto les rodea. Nuestras palabras son auténticas, están basadas en el amor y aunque al pronunciarlas duelan, sólo son bálsamo de una tierna mirada de perdón. Al hombre hay que hablarle duramente ante su cómoda postura de que cada uno piense como quiera y, mientras tanto, los enemigos haciendo y deshaciendo contra el hombre. Dejar el rodeo del odio para enfrentarnos al futuro de un amor grande cuando soy curado por la misma palabra que un hermano me dio por amor.
A los cristianos nos quieren acallar, pero no pueden, porque si lo intentan, las piedras se pondrán de nuestra parte y ellas hablarán. Nos pueden abofetear como al Señor Jesús, nos pueden meter en la cárcel o hundir en el pozo de la soledad, nada puede detener una palabra que es Espíritu y vida. Porque el Señor, ve, y en su visión nos enviará a alguien que nos defienda o al menos nos de cristiana sepultura. No nos dejará solos.
Ser como Jeremías es un don, indudablemente en estos tiempos que corren, atreverse a ser palabras, aunque amemos dolorosas para quienes sabemos nos necesitan es una prueba de fidelidad.
Pero no estamos solos ya lo dijimos arriba. Hay una gran cantidad de testigos que nos han precedido con el signo de la fe. Ellos se han mantenido como Jeremías al pie de cañón y son un testimonio que prevalece ante la misma muerte. Lo importante es saber que nuestra palabra está puesta en el corazón con el fin de enderezar primero nuestra vida y luego ayudar a los demás. Somos los primeros redimidos. La constancia, la carrera en la que debemos competir es un esfuerzo de la voluntad. Debemos querer sacudirnos todo lo que nos estorbe en este camino de fe y ante el pecado asediador, renunciar a las tinieblas para entrar en la luz maravillosa. Para nosotros son las primeras palabras que abran las heridas con el fin de ser sanados del ayer, en el hoy y para el mañana, sólo así responderemos con paz al proyecto divino.
La cruz por la que pasemos, ha de ser besada por nuestros labios, el desprecio o la ignominia curan de las soberbias y nos hacen despiertos y audaces testigos de Jesús, que está sentado a la derecha del trono de Dios. Ante el cansancio, revitalización por la oración, ante el desánimo silencio confortante en Dios invisible. ¡Qué bueno es vivir en el Dios que no es un mago, ni un solucionador de problemas!
El mundo de hoy sigue insistiendo en aburrirnos de la fe, en que nos cansemos de creer, nuestra propia vida envuelta en mentiras y miedo, errores y equivocaciones no nos apoyan. Pero, os digo: “No hemos llegado a la sangre en nuestra pelea con el pecado”, ¡Menuda frase de san Pablo! Me chifla. Por más que nos quejemos, seguimos siendo los creyentes fuertes, no somos debiluchos en la fe; por más que sentimos que ya no podemos más, hay una fuerza dentro de nosotros que nada tiene que ver con el orgullo y seguimos adelante. No, por más que sufro, no he llegado al culmen de esa batalla que estoy llamado a ganar par salvación del alma.
Jeremías molesta con sus discursos, es un profeta de Dios que ama a su pueblo. Jesús ama a su pueblo y les da palabras de vida eterna, palabras que son tan fuertes que son capaces de “encender fuego en la tierra”.
Ya veis, no me podéis echar en cara todo lo que este domingo os comparto sobre la palabra que hiere, pero sana, que somos una palabra de valientes creyentes en medio de un voraz mundo que es contrario a la luz del evangelio, porque no me apoyo en mi arrogancia o perfección que no tengo, sino en los testimonios o testigos del Señor o del mismo Jesús. Sí, sí, sé que podéis hablarme de la prudencia, pero bien sé que un profeta habla a tiempo y sabe callar también. Cuando os hablo de este ser en esta sociedad de hoy, loca, los cuerdos del amor de Dios, quiero volver a equilibrar la vida del hombre, y no me refiero a esa falsa prudencia que jamás me comprometerá con el hombre ni con Dios, rompiendo en sí el pacto de amor a Dios y al prójimo. Jesús desea que esté ardiendo la tierra, es necesario purificarla. Dicha purificación ha de llegar por la verdad, no por la mentira. Purificar es devolver el esplendor a lo que lo había perdido. El fuego es el signo del Espíritu que rompe las entrañas del mundo, No hay coherencia humana en el actuar de Dios, sino que en la incoherencia humana entra Dios perfecto y enciende la luz de la inteligencia para que el hombre regrese a su ser íntimo. Íntimo de Dios, íntimo de humanidad, íntimo de fe, el hombre real incapaz de ir contra la vida.
Pero ante la división continua de la sociedad, en esa pugna entre los que defienden ideas “progres” e insípidas, estamos los que deseamos luz. Y no hay lugar sino a la batalla de la palabra dispuesta a iluminar. La división no surge de los cristianos, no es esa la visión del Cristo “violento” del evangelio de este domingo, sino el Jesús palabra que cura con su palabra hiriendo el amor propio del hombre. Jesús trae fuego, hace división entre las familias, pero no de la que estamos acostumbrados nosotros a hacer, sino de la que sana heridas y cura corazones. Es imposible que Jesús rompa la familia, ¡no!, él la restaura. Pero si para ello ha de tambalear los cimientos de los fundamentos sociales, lo hará con el único fin de recuperar al hombre.
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